Opinión

La importancia de llamarse Roberto

Escrito por Rodolfo Lara

Por años viví convencido de que mi nombre tenía un aura especial. Más aún cuando descubrí que mi madre había barajado la posibilidad de llamarme “Douglas”, un nombre que me parecía antiestético, sin carácter, y que me obligaba a buscar, junto al precipicio fatal de la “o” y la “u”, la forma fonética adecuada para atravesarlo.

Antes que nada, debo aclarar que me son indiferentes los nombres de las personas y que no pongo en ellos carga valorativa alguna, con todo y que no puedo pasar por alto la cuota de ironía presente en una mujer poco agraciada de nombre “Linda” o el despropósito nominativo en cualquier espécimen arrogante que se haga llamar “Modesto”.

Hay nombres, sí, que por traer a mi memoria la imagen de quien hubiera preferido no acordarme, me generan un gusto amargo. Otros me hacen reír por el parecido fónico con objetos a los que nadie en su sano juicio querría asemejarse, como el de aquel Linodoro, profesor de artes, que se presentaba con orgullo a la clase o el de esa Cuca, portavoz de un partido político español, que se pasea oronda por el Congreso de los Diputados. Ni qué decir de los futbolistas Vergassola, Marica, Inutile, Kaká o Elano.


Por nombres como esos, risibles o desagradables, me empezó a gustar el mío. Tenía carácter y estaba avalado por una larga lista de valiosos personajes que iban desde el archiconocido reno de Santa Claus o el filósofo Rodolfo Mondolfo hasta el latin lover por excelencia, el actor italiano Rodolfo Valentino. Todo esto sin mencionar siquiera a otros rodolfos más de mis afectos, por tratarse de escritores, músicos y poetas que considero admirables: Walsh, Fogwill, Alonso, Wilcock y Páez, el gran “Fito” (aunque sea para referir apenas a creadores cercanos al Río de La Plata). Tocayos todos a los que admiro y que me hicieron pensar más de una vez —siguiendo la creencia de Cratilo de que cada persona y cosa tiene un nombre que le es naturalmente propio y lo determina— que mi nombre lo tenía más que merecido y se amoldaba a mi esencia como un traje hecho a medida. No en vano aquel verso de Octavio Paz que dice que “amar es desnudarse de los nombres”, pues al amar, al entregarse, uno deja de ser quien es para conformar una unidad con la otra persona. Es decir, deja de ser ése que lleva el nombre pegado a su esencia como un vestido, y el nombre va a parar al igual que el pudor “debajo del lecho junto a las ropas caídas”, como diría el vate cucuteño Miguel Méndez Camacho. Todo ello a sabiendas del riesgo al que nos exponemos si, en medio de esa anónima unidad que es el amar, llamamos a nuestra pareja con un nombre distinto.

No está de más decir que a mí me sucedió, que, en una ocasión, en medio de esa mutua anulación que es el orgasmo, mi expareja exclamó: “Ay, Roberto”. Fue tal mi conmoción que me aparté de un salto y en medio de la oscuridad de la habitación metí la parte enhiesta de mi humanidad entre las aspas de un ventilador que andaba por la casa huérfano de rejilla. La odié por años (más por lo segundo que por lo primero), aunque ahora la he indultado y casi podría decir que le debo el favor, de no ser porque antes que ella una vecina en mi natal Cartagena, una viejita tan amable como olvidadiza, me había empezado a llamar “Roberto”, nombre que asumiré a partir de hoy y que lejos de ser un capricho responde a un hecho puntual: el de haber tenido noticia, hace poco más de un año, de otro Rodolfo, uno al que no querría parecerme en nada, un cínico desvergonzado que se regodea en público de sus prácticas de usura y que ha sido suspendido, por corrupción, de su curul en el Senado. Fue candidato a la Presidencia, y a mí me pareció curioso e infame que al resto de candidatos los llamaran por su apellido y a él en cambio por su nombre de pila, ese nombre que también era el mío y que por culpa suya llegué a ver a diario en los titulares de los periódicos y en las vallas que contaminaban las calles, escrito en un tamaño obsceno. Y aunque tengo a la vista a otros rodolfos, en principio igual de detestables, son sólo personajes de ficción y hasta el más vil de ellos —aquél que en La fuerza de la sangre, de Cervantes, accede carnalmente mediante violencia a Leocadia— consigue resarcir al término el daño causado.

Como fuere, no será la primera vez que alguien se cambie de nombre, ni tampoco la última: la pintora checa Manka Cermínová pasó a llamarse “Toyen” gracias a Jaroslav Seifert, aunque años más tarde declaró que la idea fue suya, haciendo entristecer al poeta; George Orwell, Pablo Neruda y Gabriela Mistral fueron nombres inventados; “Azorín”, pseudónimo que acabó por asumir José Martínez Ruíz, era el apellido de uno de sus personajes, y el igualmente sonoro “Molière” fue adoptado por el dramaturgo francés amparado como yo en valiosas razones, o en banales razones si se quiere, pero en modo alguno violentas como las que llevan a su personaje Bartolo a asumirse como médico (ni más faltaba, cambiarse de nombre bajo la amenaza de una paliza).

Sé que “Roberto” rima con “muerto” y “tuerto”, pero también con “huerto” y “puerto”, lugares donde se cultiva lo que da vida o que permiten la salida a otros lugares. Hay además robertos memorables: Fernández Retamar, Bolaño, Benigni, Ledesma, Fontanarrosa, Arlt, Juarroz… Este último oportunamente ha escrito: “Los nombres no designan las cosas: las envuelven, las sofocan”. Así que puedo decir confiado que liberarme de mi viejo nombre me dará un respiro.

            Fotografía principal: Cortesía - Rodolfo Lara por Gillian Henry.
                   Imagen secundaria: twitter - X.