Opinión

¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?

Escrito por Fernán Correale González

Somos todos huérfanos… pero si aprendemos a leer nuestra vida como un cuento, podemos escapar de la tiranía de los hechos.

Jeanette Winterson

Quisiera ser serio al escribir y estar despojado de todo ornamento al poder desprenderme de la máscara y sonreír a cada parrafada como si hubiera escrito una pequeña obra maestra. Quisiera no tener que trabajar en cosas que no quiero y poder leer más. Quisiera ya haber leído toda la obra de Bolaño, aunque la leí en parte, quisiera haber leído toda la obra de Bizzio, aunque la leí en parte, quisiera poder leer a todos esos escritores independientes que escriben un solo libro y se dan a la fuga y terminan en una comunidad hippie cosechando arvejas en un viaje de hongos interminable, viendo como crepita el fuego y creyendo en total armonía que cada chispa es un mensaje de Dios y van luego a sus carpas a leer El juego de los abalorios. Quisiera haber leído más a Hesse, pero leí sus dos obras principales.

Uno es lo que puede ser y ya está, no hay remedio que solucione ni acelere el proceso de aprendizaje ni lleve al máximo tus potenciales, quizás en la adolescencia si esta no fuera desperdiciada por la falta de interés, las drogas, legales e ilegales, que pueblan las venas.

Una vez desintoxicado, farsa que abunda, porque nunca terminamos de limpiarnos del todo ese ADN que ya está caduco, como un prototipo que dejó de funcionar hace años, seguimos intentando buscar esa chispa que nos devuelva a ese viaje astral que era la lectura a los diecinueve años.

No queda más que esperar intentando no tensionarse demasiado, siguiendo los símbolos como un mapa que nos saque del naufragio perpetuo, porque siempre estaremos vagando por ese mar infinito que es la literatura, pero encontraremos islas donde hacer campamento, quizás crear una familia, ad infinitum, como todas las familias, a menos que haya una falla. Entonces, desde ahí, dar batalla y más nada.

A esto le llamo “salpicar el lienzo” que nunca sé completa. Es una bicicleta a la que todo el tiempo estamos cambiando los frenos o las ruedas, o lo que sea, para seguir dando pedaleadas en el barro, manchándonos las espaldas. Porque en gramática aprendí que se dice las espaldas, en plural, como si tuviéramos dos. Es enigmática la norma. Hay que encontrar el enigma siempre. Eso aprendimos desde chicos leyendo La muerte y la brújula, de Borges, o Cuentos para tahúres, de Walsh, o El pozo y el péndulo, de Poe, también traducido por el rionegrino.

Cuando pienso en las olas y en el mar y en la melancolía del pensamiento no puedo más que ahogarme en café y cigarrillos. Para salir del pozo voy a la ventana de la cocina y me sumerjo en lo complejo del reflejo de la luna y dejo que lo malo salga, pero no en forma de llanto sino en forma de tinta negra esparcida en el papel, o sobre la pantalla, escribiendo como si tuviera cuatro manos, pero no con escritura automática. La escritura automática es un sinsentido. Todo se pensó antes miles de veces. Recalculando hasta en sueños cada oración.

Después lo que existe son fórmulas, cajas gramaticales que hacen parece que el sistema esté totalmente afinado, y pensemos en el estilo de Piglia, un estilo complejísimo donde cada palabra es milimétrica y viene de Borges, escapando justamente de él. O en Saer o en Antonio Di Benedetto. Escritores matemáticos. Donde cada palabra cuenta y no hay casi relleno, aunque siempre lo hay y las costuras se dejan a la vista. Porque así funciona la literatura.

Decir así funciona es de una prepotencia tremenda y sin tanto fundamento, pero el lector agudo entenderá. Aunque esas costuras las pasemos por alto porque el “hechizo lector puede más”. Y no es que leamos por evasión, o sí. Es mejor leer por evasión y que esa evasión sea perpetua o no buscarle la quinta pata al gato y simplemente leer.

Y recalenté los motores y la sangre bulle después de enarbolar pensamientos. La escritura sirve entre muchas otras cosas para mantenernos vivos y eso decía Enrique Lihn, aunque Bolaño lo contradiga y diga que casi la palmó.

A pesar de que la muerte latente siempre esté cerca es mejor ir esquivándola, símbolo a símbolo, que andar sin hacer nada y morir igual, sin significados ni significantes que le den una forma ficticia o no a nuestra realidad. Porque los sueños y el surrealismo y el pleonasmo, y el hipérbaton siempre resaltarán como estrellas o fuegos artificiales alumbrando el sendero oscurecido del nómade, yendo a su cueva para prender un fuego y calentar los huesos y volver al libro y seguir con el proceso hermenéutico, aunque el mundo esté por acabarse.

Ya lo dicen en una editorial muy conocida. Si el sol se acabara y explotara y se extinguiera aun tendríamos ocho minutos para leer un libro. ¿Pero la pregunta es cuál? Cualquiera. El que te llegue. El primero que tengas a mano. Porque, como dice Fabián Casas, hay que estar en “estado de disponibilidad”, porque todo suma. Aunque reste, algo queda en esa zozobra que nos puede servir para dar el siguiente paso. Para adentrarnos, por ejemplo, o salir de la caverna. De la cueva mortuoria de nuestro ser infecto o simplemente para distraernos antes de dormir, antes de apagar la luz artificial, no menos artificial que nuestra vida.

                              Imagen Cortesía: Pixabay