Opinión

El puerto de Zadar

Quedó atónito. Puede que fuese porque llevaba más de cinco semanas sin tirarse a su mujer. Pinsel observa a la croata. No debe tener más de treinta, lleva una camiseta negra, ha delineado sus ojos de negro también, quizá se considera a sí misma todavía una chica. El señor Pinsel la mira, distraído. Pide una cerveza. Acaba de terminar su segundo whisky. Es una buena manera de parar. Algo habla en croata la mujer con un grupo de amigas.

Al frente de Pinsel hay una anciana observando a los transeúntes, de vez en cuando mira a las mujeres de la mesa de al lado de Pinsel. Una es la mesera que cobra, la otra pone música electrónica. Ambas son dispares, la una muy gorda, la otra bastante flaca. Y está la tercera, la que ha despertado el súbito interés. Pinsel descrubirá en 6 minutos 44 segundos que su nombre es Emilia. El callejón es angosto, no cabría un auto.

Como Pinsel no habla croata lo dice todo en inglés, un inglés sudaca, fluído. Las tres mujeres, cuatro si contamos a la anciana, observaron detenidamente a Pinsel saludando a una pareja. Él los había conocido unas seis horas antes, a bordo del Doroteaá, un barco-hostal que los llevó a la isla de Preckó. Son un chileno y una húngara. Vaya si tiene suerte el chileno, piensa Pinsel. Se saludan, comparten un par de risas, comentan lo inmediato, hablan en inglés para no excluir a la húngara de ojos verdes. La próxima vida, en lugar de Alemania, escojo Hungría, se dice, entre dientes, el señor Pinsel cuando la pareja se ha marchado.

Las vacaciones en Croacia habían empezado muy bien. Aunque ya llevaba en ese país seis noches. Al día siguiente, a las cuatro de la madrugada se marcharía de la ciudad vieja de Zadar al aeropuerto. Casi dos horas a Bremen. Dos horas y media más para llegar a su casa en Windheim. Pero Pinsel quería antes de marcharse algo de acción. Por eso cuando la mujer pasó por trercera vez entre él y la puerta del bar, Pinsel le preguntó su nombre.

Emilia, le contestó ella, con una media sonrisa. Él, enseguida, apuntó: sólo quería saber si tu nombre era hermoso y te hacía justicia. Emilia sonrió. Sus dientes blancos ahora sí asomaron. Thank you! Agregó ella. Y se marchó. Había entrado al bar por su bolso. Se despidió de la vieja y de Pinsel.

El señor Pinsel pagó y se marchó hacia el barco. Había quedado con una holandesa y una canadiense para encontrarse en el Saludo al Sol, una suerte de plazoleta cubierta con paneles solares que, luego de recibir la luz del día, alumbraba en reflejos policromos durante la noche. Sin embargo, la holandesa no acababa de gustarle del todo. Era un poco ruidosa para su gusto. Y la canadiense no entraba dentro de sus planes.

A estas alturas no debería joderme la selectividad, pensó Pinsel. Pero daba igual, no era desánimo, más bien había aprendido a leer, más o menos bien, cuándo existía realmente alguna oportunidad de armisticio.

La holandesa además se había mostrado vivamente interesada por un musculitos egipcio, y por el amigo de éste. Se figuró Pinsel una escena candente cuando el egipcio le pidió a la holandesa un poco de champú.

Al menos alguien va a follar en los camarotes hoy, pensó Pinsel cuatro horas atrás.

La holandesa acompañó al egipció a los camarotes, pero volvió muy rápido. Si ocurrió algo no habrá pasado de una mamada. Y también lo descartó Pinsel. Quizá por eso no había secundado a la holandesa cuando ésta sugirió que fuesen todos al Saludo al Sol.

Ya no estoy para tonterías, piensa Pinsel.

Se pregunta si se está volviendo un puto despojo social. Bueno, ha ido a Croacia solo. Ha estado hace dos días en Vodice y tampoco ha hecho un esfuerzo descomunal por tirarse a alguna croata. Quizá estoy madurando, o quizá me voy quedando sin opciones y me resigno, asume el señor Pinsel.

Las únicas dos mujeres que le han gustado en serio son Emilia y Mare, una croata que sí conoció en Vodice, pero que estaba trabajando. Vendía unos vinos en el bar al que había llegado Pinsel con el ánimo de hacer algo de tiempo antes de entrar a un bar de striptease. Mare lucía un vestido oscuro, era morena, guapa, sensual, y un largo número de adjetivos. De alguna forma, el cuerpo de Mare transmitía avidez también oscura.

Pinsel se le acercó fingiendo estar interesado en principio por la vendimia. Después le preguntó a qué hora terminaba su jornada. A las 2, respondió la mujer de vestido negro y mirada aviesa. Aquella noche, un poco harto y cansado del día y de caminar, antes de volver al apartaestudio, se formuló una idea muy clara en su mente: cómo aburre ser el señor Pinsel.