Opinión,  Textos de autor

Hiroshima y su mensaje, 74 años después de la barbarie

Es la incipiente mañana del 6 de agosto, de hace ya unos cuantos años atrás. En el cielo, a unos 2.440 metros de altura, el capitán William Parsons viaja sentado a bordo de una aeronave B-29 del ejército norteamericano. Es imposible aunque imaginable, conocer algunas de las tantas cosas que seguramente estarán pasando por su cabeza desde hace ya varias horas, e incluso quizás días. Cualquiera, que a bordo de aquel avión le echase una mirada, vería con toda probabilidad en el rostro del capitán, una sombra de duda.

Parsons alza su muñeca izquierda y mira su reloj. Las 8:10. Hace aproximadamente unos 25 minutos, su compañero, el subteniente Morris Jeppson, ha quitado los mecanismos de seguridad del artefacto que, inmóvil (a excepción de alguna ocasional turbulencia), se encuentra a los pies de ambos. Allí, sobre un cielo despejado y calmo, Parsons recibe la orden a través de su auricular, y completa la última fase de su misión: termina de ensamblar el mecanismo de aquel curiosamente pequeño artefacto que se haya frente a él. Cierra los ojos y espera.

A las 8:15, se abren las compuertas inferiores del enorme avión militar, y es arrojado a tierra Little Boy. Algo así como 54 segundos más tarde, Parsons, al igual que los otros once tripulantes del Enola Gay, logran ver el casi instantáneo resplandor, allá abajo, al tiempo que sienten un lejano pero siniestro estruendo. Pasados unos segundos, la turbulencia no demora en llegar, y el B-29 comienza a sacudirse con violencia mientras emprende el viaje de regreso. Por medio del intercomunicador en sus oídos, y pese al ruido provocado por el ajetreo, Willam Parsons consigue oír al copiloto de la nave, el también capitán Robert Lewis. Lo que llega a escuchar Parsons es algo que hoy, 74 años después, todos, sin excepción alguna, deberíamos volver a preguntarnos, una y otra vez, “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”

Abajo, en una de las miles de casas que conforman el tejido de la ciudad, Sadae Kasaoka, de 12 años, termina de lavar los platos del desayuno, y sale a lavar la ropa. Mira al cielo despejado, es una cálida mañana, piensa mientras realiza sus quehaceres cotidianos del hogar. En tiempos como este, su colaboración resulta indispensable. Sus padres están fuera de casa y su abuela, quien vive con ellos, es una mujer ya mayor. Al terminar de lavar, vuelve adentro, junto a ella.

Es entonces cuando la ve a través de la ventana. Una hermosa y brillante luz, similar a la de un sol naciente, aunque con un tono extrañamente naranja. Casi al instante, los vidrios de las ventanas estallan en mil pedazos y Sadae sale expulsada hacia atrás con violencia, perdiendo el conocimiento. Cuando despierta, corre como puede, junto a su abuela, al refugio antibombas más cercano. Es imposible que lo sepa entonces, pero lo que ha empujado a Sadae con tal potencia, es nada menos que la onda expansiva liberada como consecuencia de una gran explosión, a kilómetros de distancia, producida por una bomba, una como ninguna otra.

Al recorrer las calles de lo que, hasta entonces era su ciudad, no puede dejar de fijarse en el apocalíptico panorama que se exhibe ante sus ojos. Sus vecinos, confundidos y lastimados, se dirigen también al refugio, entre medio de escombros y muerte. Cerca de las 9, Sadae y su abuela se encuentran allí con su tío, que ha llegado antes. La pequeña se horroriza. La piel del hombre en su totalidad, es de color rosa, similar a la de un durazno recién pelado. Si esta visión le resulta, a sus escasos 12 años, algo que difícilmente pueda olvidar, es poca cosa al lado de lo que seguirá.

Al poco tiempo llega en camión un contingente de sobrevivientes, que proviene del centro de la ciudad. Al bajarse del vehículo, se les acerca un hombre cuya piel se ha vuelto completamente negra, con labios descarnados y ojos sobrenaturalmente grandes y enrojecidos. Sólo al hablarle, preguntando por su madre, Sadae comprende que aquel calcinado debe ser su padre. Al intentar tomarlo de un brazo y ayudarlo, lo que solía ser su piel se cae como escama seca. Su padre morirá dos días después, a consecuencia de sus gravísimas heridas. Poco después, y pese a sus vanas esperanzas, Sadae y su hermano recibirán un pequeño y escueto sobre, dentro del cual hay algunos pocos huesos, polvo y cabellos. Son, les dicen, los restos de su madre. Es todo lo que han salvado de ella.

Lo que ha ocurrido en Hiroshima aquella mañana de verano, es el primer ataque nuclear en la historia de la humanidad. Un hecho que cambiará al mundo, y que dará inicio a una nueva era, marcada por el temor y la barbarie, el odio y la sangre. Una era en la que ya no está en riesgo el destino de una nación, sino el de toda una civilización.

El final de la guerra

Para finales de julio de 1945, la Segunda Guerra Mundial, pese a haber concluído en Europa a principios de mayo con la rendición alemana, amenaza con extenderse prolongadamente en el frente del Pacífico. Pese a sus esfuerzos y conquistas, Estados Unidos ve todavía lejana la rendición del Imperio del Japón, que se empeña en continuar desesperadamente la contienda. El entonces presidente norteamericano Harry Truman, como concecuencia de esto, decide el 5 de agosto de ese año, lanzar el primer ataque atómico en la historia, sobre la próspera ciudad japonesa de Hiroshima, cuya población era principalmente civil, como si de algo valiera esto aclarar.

De este modo, la mañana del 6 de agosto, a 600 metros de altura sobre el centro de la ciudad, la bomba de uranio-235, producto de años de investigación y desarrollo del tristemente famoso Proyecto Manhattan, estalla desatando una potencia destructiva equivalente a 16 kilotones de TNT. Esta cifra se me antoja, como seguramente a la gran mayoría de personas, un número insignificante, lo suficientemente abstracto como para no sentirse tan impactado al conocerlo. Valdría mejor la pena entonces decir, que al momento de la detonación, entre 70.000 y 80.000 vidas humanas fueron desaparecidas instantáneamente de la faz de la Tierra. Sí, así, cómo por arte de algún tipo de oscura magia, alrededor del 30% de la población de Hiroshima fue aniquilada en apenas un pestañeo. La temperatura alcanzada en ese momento, fue de un millón de grados centígrados, incendiando el aire circundante, mientras que la alcanzada en el suelo del epicentro fue de entre 3.000 y 4.000 grados. Literalmente, lo que la bomba Little Boy liberó fue el mismísimo infierno.

«Si Dante se hubiera encontrado con nosotros en el avión, se habría horrorizado», declararía años después Paul Tibbets, el piloto encargado de volar y lanzar aquel devastador y reciente descubrimiento científico, quien hasta el momento de su muerte, jamás se sintió perturbado ni arrepentido de haber llevado acabo aquella misión. Afirma que Hiroshima, no le quitó una sola noche de sueño.

El radio total de destrucción, fue de 1,6 kilómetros, destruyendo prácticamente cualquier edificación alrededor. Las personas que tuvieron la “suerte” de sobrevivir a semejante acontecimiento, sufrirían no sólo los evidentes daños ocasionados por la radiación liberada durante la explosión, sino también las inimaginablemente dolorosas quemaduras que miles de grados de calor pueden producir en la piel humana. Quienes caminaban minutos después por la zona afectada, no eran ya personas como tal, sino seres cuya piel había sido totalmente calcinada, sus cabellos incendiados y sus sentidos shockeados. Sadae contará décadas después, haber visto pasar por las calles de su barrio una procesión de seres fantasmagóricos, con la piel colgando como trapos de sus brazos, cubiertos de ceniza blanca. Se estima que para 1950, la suma de muertes producto del ataque alcanzaría las 200.000.

Por si este histórico y trágico hecho no fuese lo suficientemente descorazonador, Truman ordenó para el 9 de ese mismo mes, es decir, apenas 3 días después, repetir el ataque sobre la ciudad portuaria de Nagasaki. En esta ocasión, una bomba construida a base de plutonio. Una vez más el horror, esta vez silenciando instantáneamente, a entre 35.000 y 40.000 vidas humanas.

Japón finalmente anunciaría la rendición incondicional el 15 de agosto de ese mismo año.

El capítulo más siniestro de nuestra historia

Cuesta imaginar, indistintamente de las motivaciones que pudieran tener, políticas, religiosas, ideológicas o lo que fuese, que un grupo de seres humanos, no uno, decenas, tal vez incluso un centenar, fuese capaz de llevar acabo semejante acto de barbarie, odio y destrucción. Cuesta creer que una persona, tan sólo una, haya sido responsable de decidir tan cruelmente sobre la suerte de tantas vidas. Aquellas víctimas, que no son otra cosa que seres humanos como vos y yo, no pueden caer en el olvido, ni ser condenadas a ser tan sólo una impactante pero abastracta cifra escrita y archivada en los libros de historia. No.

Tampoco debiéramos olvidar que quienes hoy se erigen como paladines del desarme nuclear sean paradójicamente, quienes llevaron adelante tal atrocidad. Que Estados Unidos exija hoy la no proliferación de armamento nuclear cuando esta nación ostenta el lamentable récord de poseer la mayor capacidad de destrucción atómica en el mundo, y de haber sido la única en utilizarla en la historia, representa una de las mayores hipocresías que el mundo puede haber conocido. No podemos, como raza civilizada que se supone somos (aunque cada día me pregunte más si somos tal cosa), permitir que dicho genocidio caiga en el olvido propio del paso del tiempo.

El 6 de agosto de 1945 es el día que la humanidad terminó de perder los estribos, y la confirmación de que Dios, si acaso existe, decidió hace ya tiempo mirar para otro lado. Es el acto de apertura de una Era donde las personas hemos aceptado vivir en la posibilidad de que, en apenas cuestión de segundos, el sitio al que llamamos hogar sea una sucursal del infierno en la Tierra. 54 segundos bastaron para ello.

Aún en tiempos como los nuestros, donde la inmediatez es moneda corriente y hasta un requisito, pareciera ser que un minuto fuese demasiado poco tiempo para desatar esto. Y sin embargo así fue. El mundo después de Hiroshima es uno que ha olvidado y dejado atrás cualquier tipo de contemplación o escrúpulo a la hora de ganar un conflicto armado, es un mundo donde basta oprimir tan sólo un botón para el exterminio. Semejante poder, en las peores manos posibles, las nuestras.

Existen (se me ocurren) dos lecturas posibles ante este hecho. La primera e inmediata, muy pesimista. La foto que acompaña este texto, fue tomada antes del bombardeo. No parece ser el retrato de personas que jugarán a ser Dios, decidiendo sobre la muerte de cientos de miles. Prestando atención a los rostros, es difícil creer que por entonces, estas personas conocieran ya su misión. Son rostros que sonríen algunos, otros miran solemnes, mientras que uno mira al suelo, como quien ha sido descubierto en una travesura. Hasta se puede distinguir algo parecido al orgullo en varios.

Sin embargo, todos ellos sabían lo que ocurriría para entonces, y sonreían. ¿Es posible que hayamos llegado a este punto? ¿A ser capaces de sonreír ante la inminencia de nuestra propia devastación? Eran soldados, cumplían órdenes, y seguramente no fueron los principales responsables, podrá decir alguno. ¿Pero cabe eximir de culpas ante algo semejante? ¿Puede una orden, una cadena de mando, ser lo suficientemente poderosa como para acabar con la moral y la ética? Al parecer, pudo.

La Segunda Guerra Mundial es, con toda seguridad, el hito más siniestro en nuestra historia. Ostenta el triste palmarés de albergar entre las páginas de su desarrollo, varios de los más inhumanos y descorazonados sucesos; y como tal, no podía concluir sino de la peor manera. Su legado es el de haber sido espejo de nuestras mayores miserias; y los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki seguramente sean claro ejemplo de ello.

Pese a todo esto hay, si se la busca, otra mirada, un poco más optimista. Se decía, en un principio, que en Hiroshima la vida no volvería a crecer durante unas ocho décadas. Sin embargo, al poco tiempo, y de manera casi milagrosa, algunos brotes de plantas comenzaron a nacer en ella. Si esto fue una señal o un guiño para las personas no puedo afirmarlo, pero lo cierto es que, a 74 años de un ataque tan devastador, Hiroshima es una vez más, una urbe próspera que alberga a más de 1,2 millones de habitantes.

La ciudad entera, es testigo y monumento viviente de uno de los capítulos más tristes del Siglo XX, al tiempo que una muestra de esperanza y fe en la vida. Tal vez sea el ejemplo más visible de que no importa cuánta devastación seamos capaces de liberar, jamás podrá ser tan potente como la voluntad para la vida. Y eso, entre tanta muerte, no debería ser olvidado.

Su renacimiento, también nos deja otro esperanzador mensaje. Si lo ocurrido aquella despejada mañana de agosto fue la más exacerbada muestra de nuestra pulsión de muerte y destrucción; lo que se respira, pregona y transmite en Hiroshima, no es en absoluto el odio y el rencor, sino el anhelo y la perseverancia en que un día, tal vez algún día, hayamos dejado de buscar la manera más eficiente para matarnos.

MARIANAS: CREWS The ground crew of the B-29 «Enola Gay» which atom-bombed Hiroshima, Japan. Col. Paul W. Tibbets, the pilot is the center. Marianas Islands.
Imágenes: Cortesía.

Arquitecto de profesión y fotógrafo aficionado. Amante del buen cine, la filosofía y la literatura. También fanático de Boca Juniors.