De García Márquez, los Rolling Stones y otros demonios
UNO. Un hombre descalzo y con los pantalones remangados, salpicado todo de oleaje y arena, está de pie en la recepción del Hotel Santa Clara. Mientras hace el check-in, lo contempla todo detrás de sus gafas oscuras y completamente redondas. El botones lo mira de arriba a abajo, esforzándose en no dejar a la vista gesto de juicio alguno. Corren las brisas furiosas de enero. Los huéspedes del hotel, histórico convento de las Clarisas, ven la escena con naturalidad. El sujeto no tiene una apariencia hostil. Relajado. Camisa abierta, hasta cuatro ojales. Manos en los bolsillos del pantalón. Pelo largo e insumiso.
Carmen Otero de Millán, directora de mercadeo del Santa Clara, recuerda el episodio. Sus ojos de aceituna se estremecen. Una risa. Dos. Luego viene la carcajada. Aquel hombre desaliñado era nada menos que Mick Jagger, el mítico líder de los Rolling Stones, ese artista genial que «no deja de estar en el escenario ni cuando baja al salón en pijama», y al que su otra mitad, Keith Richards, definió en sus memorias como un divo egocéntrico y megalómano «que empezó a ponerse insoportable a principios de los ochenta y desde entonces no ha parado».
—Jagger venía en un barco desde las islas del Caribe— rememora Carmen Otero-. Al principio no nos dimos cuenta de que era él porque se registró con otro nombre. Le dimos una suite de lujo en el quinto piso.
DOS. Harto de las consecuencias de la fama, hacia 1971, Gabo, el más famoso de los escritores de lengua española del siglo XX, quería dedicarse tan sólo a «las canciones de los Rolling, la revolución cubana y cuatro amigos».
Cuatro años antes había publicado su novela Cien años de soledad. El éxito, como lo sabemos todos, era ya abrumador. La novela se vendía como salchichas. Como salchichas en todas partes. Para ese momento ya podía adivinarse la gloria que signaba su destino.
Quién iba a pensar que Mick Jagger iría el 1 de enero del nuevo siglo al hotel Santa Clara, justo en donde él, como reportero de El Universal, había ido el 26 de octubre de 1949, luego de que el jefe de redacción, Clemente Manuel Zabala, le ordenara sin ilusiones que se diera una vuelta por allí dado que estaban vaciando las criptas funerarias del antiguo convento.
«En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del Evangelio, allí estaba la noticia. La lápida saltó en pedazos al primer golpe de la piocha, y una cabellera viva de un color de cobre intenso se derramó fuera de la cripta. El maestro de obra quiso sacarla completa con la ayuda de sus obreros, y cuanto más tiraban de ella más larga y abundante parecía, hasta que salieron las últimas hebras todavía prendidas a un cráneo de niña. En la hornacina no quedó nada más que unos huesecillos menudos y dispersos, y en la lápida de cantería carcomida por el salitre sólo era legible un nombre sin apellidos: Sierva María de Todos los Ángeles. Extendida en el suelo, la cabellera espléndida medía veintidós metros con once centímetros».
TRES. Tal fue el punto de partida de Del amor y otros demonios, publicada en 1994. Hoy la novela hace parte del paquete de regalo, en sus múltiples ediciones e idiomas, que ofrece el hotel a sus visitantes ilustres. Una historia que inequívocamente vincula para siempre y desde siempre a este lugar con el mundo garciamarquiano.
El último que ha recibido este obsequio, su versión en italiano, ha sido Stefano Gabbana, cofundador y diseñador de la casa Dolce & Gabbana, quien estuvo recorriendo las calles viejas con el mismo estupor que envuelve irrefrenablemente a todos los visitantes.
—Se ha vuelto parte de nuestro ADN— dice Carmen Otero, que lleva más de veinte años como funcionaria del hotel—. Gabo es un vecino perpetuo.
Rafael Pérez, el conserje y uno de los encargados en revelar buena parte de estas historias, advierte que todo el tiempo llegan huéspedes preguntando dónde quedan las criptas en las que permanecían enterradas tres generaciones de obispos y abadesas. Ha venido gente de Brasil, Alemania, México e Inglaterra, haciendo sus propias pesquisas, reconstruyendo las historias de ficción germinadas del periodismo vital del escritor.
CUATRO. El mausoleo está en el subterráneo de El Coro, un recinto al que unas rejas de hierro oxidado separan de la capilla. Seis escalones desiguales abajo, una vez encendidas las velas y la luz eléctrica del lugar, despuntan seis criptas de muertos célebres.
No es el mismo lugar ni la misma bóveda que García Márquez menciona en su novela, porque la que él describe se situaba debajo del altar de la capilla del convento. Hay, a los costados, dos libros de visitas para todo aquel que quiera dejar su firma de asistencia en este sitio donde reposa la abadesa principal del convento, y donde se entregaban los hábitos a las novicias el día de su consagración.
En una ocasión reciente, un fotógrafo equivocó el pie. Se cayó por las escaleras y se fracturó una de sus piernas. Desde ese día decidieron cerrar al público el acceso libre a la cripta de la abadesa.
En estos tiempos, quienes deseen entrar y no sean huéspedes del hotel lo pueden hacer pidiendo autorización en la entrada del hotel. A partir de las 12:30 hasta las 6 de la tarde.
El otrora convento también funcionó como hospital de caridad, penitenciaría y facultad de medicina, antes de que empezara a ser restaurado en 1991. En los trabajos se encontraron, escondidas bajo las ruinas, criptas, pozos, confesionarios, pinturas, artesanías, túneles, tornos, puertas, ventanas ocultas, objetos de cerámica y hasta balas de cañón.
CINCO. 1995. Octubre. De guayabera blanca, Gabo espera al comandante Fidel Castro, su amigo, para darle la bienvenida y el primer apretón de manos a lo que será la XI Cumbre de Países No Alineados, celebrada en Cartagena. El Nobel espera bajo el vano del portón del convento construido en 1621 para albergar a la Orden de las Clarisas, gracias a la donación hecha por doña Catalina de Cabrera, quien al morir dejó un legado de 2.500 pesos para su fundación.
Alto y de barba entrecana apareció cuando varias personas empezaron a gritar: ¡comandante!, ¡comandante! Era Fidel Castro, en principio irreconocible sin su uniforme verde oliva. Le dieron la suite 101.
Tras la foto de rutina, el par de gigantes de la historia se sentó a almorzar en el comedor del hotel junto con Carmen Otero. Los empleados habían mandado traer todo lo necesario para que el cubano se sintiera como en casa. Habían preparado el mejor arroz, al mejor estilo de la Isla, pero el comandante prefirió los canelones rellenos con espinaca y ricotta. Tanto, que incluso pidió algunos para llevar de regreso en el avión.
SEIS. De Televisión Española, TVE, enviaron a periodista y camarógrafo a hacer un gran reportaje sobre García Márquez. Recorrieron el jardín colonial del hotel. Hicieron varias tomas en la capilla y el pasillo colonial. Entraron al bar, antiguo coro de la capilla. Y finalmente subieron al quinto piso para tomar desde esa altura la casa de Gabo, con tan buena suerte que en ese instante preciso el Nobel salió. Los vio. Levantó la mano para saludarlos y en los videos quedó aquella imagen imperecedera de la mezcla de coincidencia y atracción temática.
En otra ocasión un grupo de brasileros llegó al hotel con la meta de siquiera ver a Gabo. Como muchos, habían sido embrujados con la prosa vertiginosa del autor de El amor en los tiempos del cólera. Les indicaron que la casa del escritor quedaba justo al frente de la manzana que incorpora el hotel de 137 habitaciones.
—Se habían dado a la cacería de la firma de García Márquez—relata Carmen Otero—. Cierto día decidieron lanzarle el libro desde la calle, por encima del muro de la casa de Gabo. Él lo tomó y se los tiró devuelta, al poco tiempo, firmado.
SIETE. El 17 de abril entrante se cumplirán cinco años de la muerte de quien probablemente ha escrito el mejor periodismo en español de este siglo, y quien fuera su escritor más famoso.
El director de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, Jaime Abello Banfi, dijo tras un año de la muerte del Nobel, que Gabo ha estado presente por su obra, por su infalible reconstrucción sentimental y mediática, y, sobre todo, porque sus historias trascienden el papel hasta alojarse en los recuerdos de la memoria colectiva.
—He vuelto a reconstruirlo—dice Jaime Abello, en su oficina de la Calle San Juan de Dios, en Cartagena de Indias—. He vuelto a leer sus clásicos. Hay una reinterpretación, cada vez me asombro más.
Ha vuelto a releer Del amor y otros demonios. En vísperas a su publicación (’94), recuerda Abello Banfi, el Maestro quería retornar al periodismo y a Cartagena, no sólo como elemento literario, sino físicamente.
«En esa época había un conjunto de coincidencias. Estaba naciendo el proyecto de los talleres de periodismo, él quería comprar una casa en el Centro Histórico, compró el lote de una bodega que queda justo frente al Santa Clara. Después, cuando salió el libro, yo no podía dejar de conectar las anécdotas que él me contaba. Sentí en su libro la humedad y el calor de la Cartagena colonial, y la insurgencia del amor que se rebela en contra de la religión y los yugos familiares».
Gabo, al igual que Mick Jagger, tuvo un espíritu de superación envidiable. Un insumergible sentido de valía propia que le sirvió al segundo para sobreponerse a la nota de rechazo que les remitió a los ¡Rolling Stones! la compañía Decca, cuando enviaron a esa discográfica sus primeras grabaciones:
«El grupo es bueno, pero con ese cantante nunca llegarán a nada».
3 Comments
Ana Ibarra
Maravilloso escrito
Andresinuco
Muchas gracias por leer, Ana
Laura
Me encantó leerlo, más un día cómo hoy, que uno piensa tanto en Gabo. 🦋