Textos de autor

Monólogo del confinado, por Sebastián Grasso

Publicado por Sebastián Grasso

No puedes salir. Eso lo has entendido claramente. Al menos de manera racional. No obstante, tu fibra, tus emociones y lo que solemos llamar tu subconsciente, no consiguen adaptarse a esa premisa del todo bien. No concibes congeniar con la idea del encierro, y tampoco sabes muy bien cómo es que deberías encarar este momento. Supones que el resto estará en la misma situación. Y buscas consuelo ante esta idea.

Tomas el móvil para distraerte, y de paso te mantienes en contacto y actualizado. Si algo bueno hay en toda esta locura, es la fácil e inmediata comunicación con cualquier parte del mundo. Eso te hace sentir menos solo. Entre mensaje y mensaje, conversas con tus compañeros de piso, simpáticamente, y acaricias un rato al perro. Un perro que no es tuyo. Pero te mira con amor, o tal vez en realidad esté exigiéndotelo. Tal vez el amor sea justamente una forma encubierta de narcisismo, y de dar aquello que uno realmente, en el fondo, tan sólo pretende y necesita recibir.

Mientras dejas pasar el tiempo, escuchas la TV, que permanece encendida, y te aterras. Afuera está muriendo gente. Dicen de a miles, y sin embargo miras por la ventana y sólo ves a personas solas como tú, sanas, caminando de tanto en tanto. Claro, si por sanas pueden entenderse a todas aquellas que están viviendo con profundos miedos y miserias que, en realidad, son mellizos de los tuyos. Pero nada de camillas, tampoco respiradores. Eso colabora con la idea de que la crisis parezca abstracta, incluso mediática. Porque en algún punto nos convertimos en víctimas del rigor más infame. No importa que tan real sea, si no es tangible para nuestros sobreestimulados sentidos, es porque tal vez simplemente no existe.

Dudas. Y mientras lo haces, te dices a ti mismo que eres valiente, y que, en efecto, te lo estás tomando con calma. Pero es que ni siquiera así, dicen, estás a salvo. Porque no basta el encierro, tampoco el valor ni la paciencia. Y hasta pareciera ser que el único precio razonable es el de resignar tu libertad. Pero te enseñaron que ella valía más que cualquier otra cosa. Más incluso, que el bien común. Sabes, también en el fondo, que ya nada será como solía ser, pues una vez que esto termine, si es que termina, todos habremos perdido algo en el proceso. Así que piensas, a modo de consuelo, que tal vez aprendas del perder, cuando hasta ahora creiste que sólo servía ganar.

Con estas ideas en la cabeza va pasando el tiempo, hasta que luego de semanas de abandono decides que es momento al menos de afeitarte. Es algo curioso, pero aquel sencillo y hasta cotidiano acto posee un renovado encanto. Y es por ello que te sonríes al espejo, una vez culminado el ritual. Quien te devuelve la sonrisa eres tú, claro, pero al menos algo tan sencillo y superfluo como el vello ha cambiado en ti después de tanto tiempo. Comprobar que se puede combatir aquel estado de pausa eterna, te devuelve cierto optimismo.

Y es que incluso el tiempo, con todo lo que fuiste y lo que podrías ser, parecen hallarse en estado de suspenso, de manera que sólo existe el presente. Y no, nadie te enseñó a convivir con él, pues estabas demasiado preocupado construyéndote un futuro que, de todas formas, ahora tal vez nunca llegues a disfrutar. Y como todos aquellos urgentes planes que tenías carecen ahora de sentido, te descubres inerte en la más incómoda quietud.

Así que no importan las palabras de aliento que oyes en los medios. Hasta escuchar el frio recuento de muertos, meramente estadístico, se ha vuelto cuestión de vacua rutina. Comprendes que no es que te alegre en verdad que estén muriendo menos personas que al principio. Tan sólo constituye una prueba de que la situación esté cambiando, y que después de todo, el tiempo sí está transcurriendo. Porque cuando las víctimas se cuentan por miles resulta imposible no perder la perspectiva. De alguna manera duelen menos siendo una cifra, no un nombre. Miles y miles de nombres desprendidos de sus sueños, proyectos y afectos.

Ser consciente de todos estos hechos va haciendo mella lentamente. Comienza apagado, en un difuso rincón, hasta que se adueña por completo de ti. Es entonces cuando ocurren esas pequeñas crisis. El cocktail indescifrable que oscila entre la ansiedad, el pánico y la claustrofobia. Y es extraño, normalmente a dos de ellas no solías frecuentarlas. Allí llegan las indigestiones, el insomnio y el corazón desbocado golpeando con violencia sobre la superficie del pecho. Ocurren cada noche, de modo que ya es evidente que el malestar se está volviendo algo físico.

Durante las primeras ocasiones recibes estos episodios de pánico con algo de desesperación, presa de un miedo que aún no se manifiesta abiertamente como tal. Sin embargo, y como poseemos el asombroso don del acostumbramiento, semana a semana aprendes a convivir con aquellos difíciles momentos. Haces esto porque algún debilitado rastro de cordura, resistiendo con fiereza todavía en tu mente, sugiere que tal vez aquella ansiedad sea un poco infundada.

Vuelves al espejo, y finalmente te interpelas. ¿Qué es eso que tanto has estado temiendo?

Descubres de pronto que todavía estás lejos de lo que podrías considerar una situación crítica. Y lo que sucede es que nunca has estado en una de verdad. Una de vida o muerte. Tal vez, se te ocurre, el temor sea producto de mantenerte aún aferrado a todo aquello que de manera consciente, ahora, sabes que no necesitas, y sin embargo lo aprecias. Todas las adicciones producen residuos que perduran. Y aunque no quieras reconocerte como tal, sabes que eres precisamente eso, un adicto.

Tal vez todos nosotros seamos la mayor masa de adictos de la historia. Empeñamos cada instante de nuestra existencia buscando posicionarnos a nosotros mismos en el gran mercado de la apariencia. Eso ahora ya no importa, porque si miras fuera, ya no hay escaparates donde mostrarse. No hay ojos extraños para impresionar, ni objetos fascinantes. La rueda se ha detenido. Entonces, ya agotado, te miras al espejo, y pese al corto vello en tu rostro, continúas desarreglado y descuidado. Y sí, una vez más estás asustado. Finalmente, comprendes que vas conociendo aquello que más temes, y que no se encuentra en en la televisión, ni en las calles, ni en los hospitales. Sí, verte obligado a pasar tus días contigo mismo, con todas tus miserias, tus vicios y tus defectos. Y también con tus más profundos miedos. Porque ahora, incluso con distracciones modernas, no existen escapes, y estás desnudo frente a lo que verdaderamente eres, disipado todo el ruido, sólo queda la frecuencia más profunda. La más pura esencia. Aquella de la que por tanto tiempo has estado huyendo, y ahora lo entiendes.

                   Fotografía: pixabay

Arquitecto de profesión y fotógrafo aficionado. Amante del buen cine, la filosofía y la literatura. También fanático de Boca Juniors.